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sábado, 08 noviembre 2025 / Published in Cuentos

 

LA CONFUSIÓN DE LA MUERTE

El veterinario había sido determinante; su perro tenía con suerte un par de horas de vida; le sugirió inducir su muerte para evitarle sufrimientos. El hombre dueño del viejo perro, al que sentía como un hijo, se negó rotundamente. Él le cuidaría hasta el final.
Despidió al médico veterinario y llamó al servicio de cremación de mascotas. Preguntó los honorarios del servicio, el horario y los días en que atendían; le dijeron de lunes a sábados de ocho a veinte horas y las condiciones en que debía entregar el cuerpo. Envuelto en una bolsa de plástico en una caja o cajón, podía taparlo con su mantita preferida a modo de contención emocional para el mismo, como un ritual amoroso por su mascota. Los honorarios erán altos, pero al hombre no le importó. Era su amigo, su hijo, su compañero de quince años; de noches y días acompañándolo en silencio junto a su escritorio, mientras trabajaba en su notebook o al lado de su cama mientras veía televisión hasta que se dormía. Su perro siempre estaba junto a él. Cuando salía en horarios inusuales, su perro le ladraba como diciendo: “Ten cuidado, vuelve pronto, no es hora de salir”, y al regresar lo recibía con sus orejas levantadas y la alegría de su cola moviéndose alocadamente.
Era lo menos que podía hacer, sostenerlo hasta el final y darle una muerte digna. Lo llevó al lado de su cama en su almohadón, con un pañal para evitar derrames de sus fluidos y su tazón de agua. Ya no quería comer. Solo bebía agua y muy poca; comenzaba a deshidratarse. Le había pedido al médico que le pusiera un suero, pero el veterinario le dijo que era innecesario; sería una molestia para el animal si quería moverse y para él mismo estar pendiente de la aguja y el paquete de suero colgando.
El hombre le cambiaba el pañal y medía las horas en que el perro no tomaba agua, dándole con una jeringa a beber para hidratarlo.

Se acostó en su cama al llegar la noche, dejando su brazo caer sobre el perro apoyando su mano sobre el lomo del animal, para que sintiera su presencia porque estaba ciego; sus ojos estaban grises a causa de las cataratas que habían ocultado el marrón de sus ojos tiernos y amantes.
El sueño llegó para ambos. Horas después algo lo despertó, como si alguien estuviera en su habitación. Abrió los ojos y en la penumbra trató de ubicarse en tiempo y espacio. Escuchó una voz masculina.
—No temas.
Se incorporó, atento pero increíblemente sin miedo, como si la situación fuera de lo más normal.
—¿Quién eres?
—La muerte —le contestó.
—¿Ya es la hora? —Sintió pena por separarse de su fiel amigo.
—Sí, ya has sufrido y soportado demasiado esta vida según mis registros.
No entendía por qué le hablaba así este hombre extraño. —Bueno, mi vida no ha sido sencilla, es cierto, pero a decir verdad, ha sido más aburrida y solitaria que sufrida.
—Como tú digas. Es bueno que lo tomes así.
—¿A dónde lo llevas?
La muerte se sintió confundida. —¿A dónde te llevo preguntas?
—¿A mí? No. —¿A dónde lo llevas a él? —y dirigió su mirada al perro, que ajeno a ellos seguía su aletargado sueño.

—No tengo idea a dónde irá. Pero en el camino te explicaré lo que me está permitido contarte.

—Momento. —El hombre alertado se dio cuenta de que las cosas habían dado un giro inesperado. —¿Me quieres llevar a mí?

—Sí. ¿Tú eres Wally, no?

—¡No! Wally es mi perro; él está agonizando.

—Yo no llevo mascotas. Tengo orden de llevarte a ti. ¿No eres Wally?

—¡No, no! Yo soy Walter. De niño me llamaban Wally, como a todos los niños, con un diminutivo. Y como decían que mi perro se parecía a mí, le puse de nombre como me llamaban de niño.

—Mira, no sé, tengo que llevarme un Wally hoy. —La muerte supuso que el hombre estaba tratando de engañarlo; no era la primera vez que alguno se creía tan listo como para evitarlo. El hombre se levantó y se acercó a la muerte, a quien no veía como suele imaginarse a la señora muerte. Primero, era un hombre como cualquier otro; aunque bien parecido y lúgubre con su atuendo de traje negro, no daba miedo en absoluto. Y segundo, parecía bastante cordial aunque frio y distante, pero nadie esperaría otra cosa.

—Escucha, amigo, te estás equivocando de muerto. —El que se tiene que ir es él, mi mascota, no yo. —Le habló en tono conciliador, esperando que comprendiera que todo esto era un error.

—Tú te llamas Walter, ¿no?

—Sí, ya te lo expliqué, pero el Wally que tienes que llevarte es ese —señalando al perro. La muerte miró al perro.

—Menudo amigo se ligó el pobre animal; lo cambias por tu vida miserable para que ocupe tu lugar.

El hombre se sintió dolido y el enojo se le subió al rostro.

—Mira, hombre, te estás equivocando y feo. No sé quién es tu jefe, ni qué mierda dice tu registro.

—No me hables así —le dijo la muerte y lo miró tan profundamente que el hombre sintió un frío como latigazo en su columna.

—Perdón, es que me encuentro en esta situación y necesito que me entiendas. Aquí hay un error, ve y comprueba con quien te ha ordenado esto que revea la orden que has recibido.

La muerte suspiró un tanto fastidiado y otro tanto como si su trabajo ya le pesara.

—Wally o Walter, mientras estamos discutiendo esto, tu cuerpo está agonizando. El hombre abrió los ojos incrédulo, se miró el cuerpo y la muerte señaló en dirección a su cama; al darse vuelta, se vio a sí mismo acostado, durmiendo con la boca abierta y el pecho le subía y le bajaba desincronizadamente. Se volvió a mirar a la muerte, como buscando una explicación.

—No tenemos mucho tiempo, estás teniendo un infarto; si me voy de aquí, no vas a volver a tu cuerpo, este morirá y tú te quedarás aquí entre estas cuatro paredes, vaya a saber por cuánto tiempo en la eternidad. Así que mejor resolvamos esto.

El hombre sintió que sus piernas se aflojaban y el miedo lo invadió. —Es lo que estoy tratando de hacer desde que apareciste.

—A ver, no puedo irme dejándote aquí en esta frecuencia entre la vida y la muerte. —Déjame ver. —Se quedó pensativo, tratando de encontrar una solución; en realidad, estaba tratando de buscar la mejor forma para convencerlo de que fuera con él. —En este edificio hay otro compañero mío que tiene que llevarse a alguien; lo invocaré para que venga a ayudarnos con este embrollo.

Pasaron segundos cuando apareció otro hombre igualmente vestido de negro; traía consigo a un hombre de unos sesenta años, calvo y vestido con pijama. Se saludaron con un gesto en la cabeza ambas muertes, mientras que los dos hombres se miraban aturdidos frente a estos seres de la muerte.

—Tenemos un problema —dijo la muerte del hombre llamado Walter—. Tenemos dos problemas —dijo la recién llegada muerte del hombre calvo.

La primera muerte pasó a explicarle la situación a su compañero; la segunda muerte lo escuchaba atento. Al terminar la explicación, este último pasó a contar su situación.

—Bueno. Parece que la noche va a ser una eternidad. En mi caso, este hombre al que debo llevarme asegura no haber recibido un preaviso de su muerte; por lo tanto, exige que se dé a lugar su petición de suspender su muerte hasta que llegue el preaviso.

El hombre calvo dio un paso adelante, con cierto aire pomposo—Exacto, pretende llevarme por tener un infarto así de la nada cuando yo al acostarme estaba perfectamente de salud, no habiendo un preaviso mínimo de cuarenta y ocho horas de un preinfarto que me predisponga a esperar mi muerte.

El hombre llamado Walter se acercó a él y le preguntó: —¿Es usted abogado?

—Sí, así es.

—Por favor, ayúdame con mi caso.

—¿De qué se trata?

—Resulta ser que yo me llamo Walter; me decían Wally, por lo que le puse a mi perro nostálgicamente Wally. El tema es que tiene quince años y está desahuciado, por lo que estaba esperando su muerte. Pero al llegar la muerte, él asegura que tiene que llevarse un hombre llamado Wally y que él no se ocupa de las mascotas. Esto es un error.

—Ah, menuda confusión.

—Es lo que estoy tratando de explicarle a esta muerte, pero no quiero entender razones.

—Claramente esto es un error burocrático, tanto el suyo como el mío. En el caso de que a usted quisieran llevarlo, también deberían haberle dado un preaviso y, evidentemente, no lo han hecho ni con usted ni conmigo.
Ambas muertes oyeron a los dos hombres, que deliberaban con aire victorioso. Las muertes con miradas incrédulas; no daban crédito a lo que estaban escuchando. Algo de razón tenían ambos hombres y ellos se encontraban en una situación incómoda. Su trabajo tenía estrictas pautas y un protocolo nada flexible. Se miraron tratando de ver si el otro tenía alguna salida posible. Y se dieron cuenta de que ninguno de los dos sabía qué hacer.
—¿Pero cuándo se ha visto que morir sea una negociación?
—Ay, amigo, las religiones ya no contienen ni respetan los acuerdos. ¿Cuándo fue que empezaron a saber tanto de nosotros, el más allá y todo lo demás? Se le fue la mano a no sé quién, dándoles tanta información.
—Vamos a tener que hacer cursos de diplomacia para llevarnos a los muertos, ¡qué barbaridad!
—Antes era más fácil. —Buenas, te acabas de morir y listo, nos vamos con el muerto.
—Ahora nos las pasamos discutiendo y tratando de convencerlos.
Las muertas desaparecieron dejando a los dos hombres inmóviles y sin poder comunicarse, como si los hubieran encapsulado; los habían dejado estancados en el momento, un momento del tiempo sin tiempo.
El abogado estaba firme en su postura. No habían dado un preaviso; el preinfarto nunca existió, por lo que deberían rever el tema. Primero, el aviso; si no, seguiría negándose a seguir hablando con la muerte, o mejor dicho, con ambas muertes; ya era un debate de cuatro.
El hombre, dueño del perro, envalentonado gracias a la presencia del abogado, estaba decidido a no ir a ningún lado; no pensaba morirse y alguien debía venir a buscar a su perro y, ante tanta desprolijidad, exigía que quien fuera tuviera un currículum intachable a la hora de llevarse muertos.
Al cabo de un tiempo que no era tiempo, aparecieron ambas muertes. La muerte del dueño del perro llevó adelante la conversación, mientras que su compañero, evidentemente frustrado, guardaba silencio, dirigiendo miradas poco amigables al abogado, que solo miraba a la otra muerte en clara actitud de indiferencia a su propia muerte.

—Claramente ha habido un error o, mejor dicho, dos errores; efectivamente, las resonancias no fueron claras y, habiéndolas calibrado, quedamos en un punto ciego donde todas las posturas son válidas. Pero como todo en el universo, el amor y la tolerancia están por arriba de todo protocolo y reglas. Así que se decidió lo siguiente: La muerte de Walter queda en standby y en algún momento le llegará el preaviso; a usted, abogado, también se le dará el preaviso que usted exige; calculamos cuarenta y ocho ó setenta y dos horas, como mucho noventa y seis; tenga en cuenta que las frecuencias en la temporalidad son variables. En ambos casos no puedo asegurarles cuándo serían efectivas sus muertes a partir del preaviso; es un tema vedado para nosotros, que somos simples muertes.
El abogado estaba a sus anchas más que un pavo; parecía un ave fénix, le había ganado un juicio a la muerte, en tanto el dueño del perro tenía una duda.
—¿Y qué pasa con mi perro?
—Es un tema que no nos compete a nosotros, no es nuestra sección, pero ya dimos aviso para que se ocupen. No tengo más detalles para darle.
Todo se oscureció alrededor; el silencio de la noche sobrevino. El abogado calvo dio vueltas a su almohada y giró su cuerpo; sintió un poco de frío y, entre sueños, se cubrió aún más con su manta.
El dueño del perro escuchaba ruidos lejanos, sintió sus ojos y la luz sobre ellos, los abrió, vio su cuarto tal cual estaba como cuando se fue a dormir y aún tenía su mano sobre el lomo del animal al lado de su cama. Su mano ya no subía y bajaba rítmicamente. Su perro había muerto.
Su primer pensamiento fue: “Si vuelvo a tener un perro, lo llamaré Toby”.

 

 

 

LA CONFUSIÓN DE LA MUERTE © 2025 por marcela noemí ruiz tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0    

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