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jueves, 16 octubre 2025 / Published in Cuentos

 

Se despertó sin quererlo, la luz del sol entraba por entre las cortinas, le dio de lleno a sus ojos. Ya en la tarde, en el reloj también lo era para volver a la realidad que la alejaba del mundo de los sueños. Se levantó solo por sus mascotas; si hubiera sido por ella, seguiría durmiendo lo que restaba del día.

Había enviudado hacía pocos meses y sentía que estaba al final de su vida. La ausencia de su pareja, a la que había amado de una forma simbiótica, le había asumido en una fragmentación de horas y días que no lograba organizar en su vida.

Sentía la responsabilidad de alimentar y cuidar a sus gatos y perros, la tortuga invernaba en esa época de julio, mes de frío y lluvia como no recordaba antes. Eran las trece y treinta de la tarde; a las diecisiete pm tendrían sesión de terapia con la psicóloga de casi toda su vida. Tenía cincuenta y tantos años y desde sus veinte hacía terapia psicológica; había comenzado muy joven después del suicidio de su madre. Fue un espacio que la contuvo y la acompañó en el proceso de duelo y culpa que su madre le había heredado. Con los años, las sesiones se convirtieron en un lugar propio, casi secreto filosófico, donde volcaba reflexiones y cuestionamientos hacia sí misma. Pero esta vez volvió a hacer un lugar donde dejaba lágrimas y desolación por una nueva pérdida. La soledad volvió a ser la protagonista de su vida y ella una sombra buscando desaparecer en la débil luz de la comunicación con otro. Desistía de ver amigos o frecuentar otros ámbitos que no fueran su casa y su jardín. Por ese entonces era lo único que necesitaba. Estar allí, como en un útero materno, sola, esperando a que la realidad desapareciese con ella o reencontrarse con el fantasma de su esposo en cada rincón de la casa o cualquier objeto que lo representase. Mientras tanto, solo la voz de la terapeuta la conectaba con la humanidad.

Prendió la televisión, como siempre en forma automática, para que sonara algo más que un maullido o su propia voz en su mente. Sonó un comunicado internacional en todos los canales. ¿Y ahora qué? Se dijo sin sorpresa y con fastidio. Otra vez el encierro, la cuarta pandemia en dos años. Pero en esta ocasión sentía cierto alivio; estaría acorde al mundo. Así como ella, el planeta se encerraría en sus casas a estar consigo mismo, con un otro en algunos casos, asfixiándose los vínculos sin escapatoria. Otros como ella en la soledad acogedora, abrazándola amigablemente sin la obligación de ver a personas que no influían en su vida, solo sumaban roces, discusiones o malos tratos. El planeta se organizaba para darle paz y suministrarle lo necesario para no salir a la calle, ni relacionarse con nadie. El tiempo se detuvo nuevamente en el mundo como se había detenido su vida el día que murió su amor. En su duelo, el mundo era también partícipe, sin saberlo.

Habían acordado que la sesión sería telefónica satelital, porque internet estaba colapsado mundialmente y la fibra óptica ya cada vez era más arcaica por lo que era más viable una llamada sin interrupciones por cuarenta y cinco minutos. La alarma de su celular se encendió; marcaba la hora para el encuentro terapéutico. Dio la orden de iniciar la llamada; del otro lado, la voz de la psicóloga surgió.

—Hola, ¿cómo estás hoy?

—Igual que ayer y que antes de ayer, sin ganas de nada, Todo me cuesta, creo que hace meses que no limpio mi casa, veo la tierra sobre los muebles y no tengo ganas de limpiar. Me paso todo el día frente a la notebook; solo escribo,  es lo único que me hace sentir viva. Me olvido de comer, Lo único que marca el ritmo de mi día y mis horarios es el cuidado de mis mascotas. Los únicos seres vivos que soporto a mi lado.

—Es algo bueno que la editorial te haya liberado de las fechas de entrega. Es importante que escribas como un acto catártico y no como una obligación impuesta.

—Sí, escribir es mi escape, escribo todo el día. Si estuviera trabajando en una oficina administrativa, creo que ya me habría suicidado.

—Otra vez la muerte como opción.

—Lo sé, la muerte invade mis pensamientos, lidio con las ganas de no existir más. Me cuesta pensar en un propósito de vida.

—Ahora es tiempo de recordar y llorar, no te exijas. Llora la lágrima que sientas hoy; mañana, con suerte y sin darte cuenta, vas a volver a sonreír. Tal vez sea una pequeña e insignificante sonrisa, pero será valiosa cuando aparezca. Como si pusieras el primer ladrillo para volver a construir tu vida. El arte es tu mejor terapia.

La sesión duró cuarenta y cinco minutos; como siempre, quedaba una puerta entreabierta por un pensamiento que surgía en el devenir de la charla, quedaba pendiente y para seguir trabajando en el próximo encuentro. La psicóloga siempre cerraba la sesión con una frase que la dejaba toda la semana pensando y reconfigurando esas últimas palabras, a modo de puente, entre su drama y la esperanza por superarlo. Fueron semanas y meses de ir y venir entre la racionalidad de su mente y el dolor de su corazón. Una mañana recibió el mensaje de su psicóloga; en él le decía que deberían postergar las sesiones por dos semanas tenía que viajar por un problema familiar; se mantendrían en contacto por WhatsApp, le aseguró que en caso de que ella sintiera ansiedad o rumiara ideas oscuras, ella le contestaría fuera la hora que fuera. No la dejaba sola; ella estaría allí. La agradeció y le deseó suerte a la terapeuta; como buena neurótica, idealizaba a su psicóloga; sus sentimientos, secretos, fantasmas, miedos y hasta sus sueños eran verdades en un espacio sin prejuicios, único entre ellas y que no  destruía la supremacía de su psicoanalista en ese mundo construido. Se sintió agradecida por esa seguridad que le brindaba.

Durante esas dos semanas siguió con su rutina, levantarse al mediodía, alimentar a los animales y sentarse hasta caída la noche en su escritorio, hilvanando cuentos e historias, entremezclando fantasía y sentimientos reales, creando personajes que representaban su mundo interior. No tuvo ataques de ansiedad ni angustias suicidas. No sintió la necesidad de buscar el ancla maternal que le significaba su terapeuta. Llegó el día del reencuentro con ella y consigo misma. La alarma del celular le volvió a recordar la cita. Marcó el número y esperó la voz conocida. Pasaron los segundos y la llamada fue al buzón. Espero unos minutos; se dijo que seguramente su psicóloga se había retrasado con el paciente que le precedía. Volví a intentarlo cinco minutos después, de nuevo la llamada se dirigió al buzón de correo. Esperó diez minutos más y le envió un mensaje; empezaba a inquietarse. ¿Se habría olvidado de que tenía terapia con ella? ¿El tema familiar podría haber sido tan grave? ¿Le habría sucedido algo a la terapeuta? 

Le envió un mensaje, recordándole que ella estaba esperándola, que tenían sesión. A la media hora le envío un audio. Angustiada le preguntó si había sucedido algo. Ya había pasado una hora, el mensaje y el audio no estaban ni en visto. La psicóloga no había leído ni escuchado sus palabras. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no le contestaba? ¿Había dicho algo que la ofendió? ¿Por qué la ignoraba? ¿A quién podría llamar para que le diera una respuesta? ¿Cuánto tiempo era prudente esperar? ¿Debía calmarse y esperar que la llamara? Las horas pasaron y llegó la noche; los mensajes aún no habían sido vistos por la psicóloga.  Apenas pudo comer algo de la magra cena que se había preparado, se fue a la cama inquieta; solo su inconsciente sabía el motivo de su desvelo. El sueño llegó con fragmentos que hacían un collage de todo lo vivido y sus miedos recreados; cuando el sol comenzaba a salir. Se despertó ya en la tarde, se levantó apurada por atender a las mascotas, que la esperaban en silencio, acompañando hasta ese momento, como guardianes de su amor hacia su humana. 

Se sentó en el sillón junto a la ventana a pensar qué haría. Intentó nuevamente una llamada, esta vez surgió una voz automática diciéndole: “El número con el que quiere contactarse está dado de baja o fuera de servicio”. El corazón le dio un vuelco, comenzó a sudar, sentía que iba a morir. En ese preciso instante, sintió una presión en el pecho; la angustia era como si la estuviera estrangulando. No sabía qué hacer. Trató de calmarse. Recordó que su psicóloga tenía un hijo también terapeuta; buscó su nombre en la web, allí estaba. Lo encontró. Era su página profesional, había un número de WhatsApp, lo copió en la lista de contactos. 

 El impulso y la necesidad de una certeza a la cual asirse le ganaron a las buenas costumbres. Llamar directamente al celular de cualquiera era una falta de respeto, una invasión al tiempo y el espacio del otro. Una imposición de existir en aquel al que se llamaba, sin importar ser oportuno, si el otro tenía ganas de escucharnos, si tenía tiempo y ganas de saber algo de aquello que el otro quería decir. Un audio o un mensaje hubiera sido lo correcto y socialmente aceptado. Mientras sonaba el teléfono del hijo de su terapeuta, iba hilando alguna excusa que justificara la llamada, pensó que pudiera decir: que necesitaba un certificado médico para la editorial con urgencia y no lograba encontrar a su madre. En esos pensamientos estaba cuando del otro lado se escuchó una voz varonil diciendo: ¾”Hola, ¿quién habla?”¾ Se olvidó de la excusa y directamente se presentó.

—Hola, disculpe la molestia, soy paciente de su madre y en estos días tenía terapia con ella y no logro ubicarla. ¿Usted podría avisarle?

Se hizo un silencio, ella esperando una respuesta; del otro lado, solo una respiración.

—Disculpe… No entiendo.

—Yo soy paciente de su mamá y teníamos sesión esta semana y llamo, llamo, dejo mensaje, pero no se comunica conmigo.

—Dígame su nombre nuevamente, por favor. ¿Hace cuánto tiempo era paciente de mi madre?

La pregunta la inquietó; el verbo en pasado “era” fue como un mensaje secreto que le adelantaba la respuesta a una incógnita que latía en su consciente visceral.  Le respondió con el timbre de voz quebrado, el miedo le estaba quitando el aire y se sintió mareada. Se quedó en espera mientras trataba de calmar su respiración.

—Déjeme revisar en mis anotaciones. —A los pocos segundos, el hombre reinició la conversación. —su tono se volvió amigable y pausado, como si la reconociera. —Mire, yo hace seis meses envié un mensaje a todos los pacientes de mi madre. Acabo de revisar la lista que tenía y le pido disculpas porque no la encontré ahí, pero sí la ubiqué en los contactos que tenía mi madre de sus pacientes. —El silencio fue apenas de unos segundos, pero para ella fueron densos, como una nube que caía sobre su ser.

—Mi madre falleció hace seis meses… Fue un infarto fulminante; para mí y mi familia fue un shock. Envié un mensaje con un link conmemorativo y con la información de dónde y cuándo sería el funeral. No sé cómo se me pasó su nombre; lamento que fuera así, le pido disculpas, pero compréndame que fue un momento muy difícil para toda mi familia. Fue todo muy sorpresivo e hicimos lo que pudimos en ese momento. Derivé los pacientes de mi madre a dos colegas de confianza de ella. Si usted quiere, yo le puedo recomendar uno de ellos. También tengo un psiquiatra de muy alta estima… Si está necesitando alguna medicación.

—No. No puede ser… No entiendo lo que me está diciendo su madre. Me dijo que se tomaba dos semanas por unas cuestiones familiares y que luego retomábamos.

—Entiendo. Lamentablemente, ocurrió lo que le estoy contando. También tengo un psiquiatra de muy alta estima… Si está necesitando alguna medicación.

—¿Por qué me está hablando de psiquiatra y medicación? Yo no necesito ninguna medicación; yo necesito retomar mi terapia con su madre.

—Claro, pero lamentablemente es imposible porque mi madre murió hace 6 meses. Entiendo la conmoción que estás sintiendo Y seguramente la angustia. La siento agitada. Si tiene a mano un vaso de agua, tómelo y trate de hacer inspiraciones y exhalaciones largas.

—Le vuelvo a repetir, necesito retomar mi terapia. Hace exactamente seis meses murió mi marido y ahora me dice que mi psicóloga, su madre. Ella me estaba acompañando en el duelo. El duelo dura un año o dos años y solamente llevo seis meses.

—Entiendo. Ahora son dos duelos que hay que sobrellevar.

— ¿Usted de verdad me está diciendo que su madre murió?

—Sí.

—Entiéndame, no puede ser. Yo hasta hace dos semanas estuve hablando con ella. Debe haber un error. Ustedes están equivocados. Ella se fue por un tema familiar. No les atiende el teléfono y ustedes creen que se murió.

El hombre, en su profesionalismo, sabía que estaba tratando con un paciente, contuvo sus ganas de colgar la llamada, antepuso su ética y el recuerdo de su madre y trató de sobrellevar la conversación lo mejor que pudo.

—Mi madre murió en su casa; yo mismo la vi y la tomé en mis brazos. Tenga la seguridad de que lo que le estoy diciendo es la verdad. Le voy a pasar dos teléfonos, uno de un terapeuta y otro de un psiquiatra; téngalos a mano; cuando usted los necesite, llámelos. No importa la hora. Yo personalmente los voy a poner sobre aviso sobre su posible llamada. No está sola, vamos a estar en contacto. Ahora cuídese, trate de recordar todo lo que trabajó con la terapeuta; es necesario que continúe con el tratamiento. Ahora estoy en el hospital y tengo que atender pacientes; tenemos que terminar esta conversación. Cualquier cosa, mándame un mensaje; quedo a su disposición. Le mando un abrazo.

Ella solo atinó a decirle “gracias” y escuchó cómo el llamado concluía con un pitido agudo. Las horas pasaron y ella seguía sentada en el sillón con su teléfono en la mano. El tiempo dejó de ser tiempo y los recuerdos se iban agolpando y no lograba armar el rompecabezas de tantos fragmentos.

Fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua fresca. Volvió al sillón a sentarse nuevamente Y tratar de entender lo que había pasado. Revisó su WhatsApp. El último mensaje era de hacía seis meses; le decía la terapeuta que debía tomarse dos semanas por cuestiones familiares. El mensaje era Gracias 6 meses, no dos semanas. Revisó el historial de llamadas; solo figuraban las de ese mes, figuraban dos llamadas salientes, que ambas duraban un segundo, y eran dos llamadas perdidas realizadas por ella misma. Las siguientes llamadas salientes eran las que había efectuado esos días de angustia buscando a su psicóloga y también eran llamadas perdidas. 

Recordaba las charlas que había tenido en las sesiones, donde habían hablado de la muerte de su marido, de los recuerdos, la culpa, el vacío, el silencio de su casa, de sus mascotas. Recordaba las frases, las preguntas, las respuestas. Estaba segura de que desde la muerte de su marido su terapeuta había estado ahí para ella. Algo estaba mal. Estaba segura de que había tenido conversaciones reales en las cuales lidiaba con el duelo de la pérdida.      ¿Acaso el hombre con el que había hablado era un extraño, que nada tenía que ver con su terapeuta? Volvió a llamar al teléfono de su psicóloga; de nuevo el mensaje: “El número con el que quiere contactarse está dado de baja o fuera de servicio”. 

Algo se le escapaba; tal vez era la misma realidad que se le escabullía. Pero ella seguía siendo ella, lo sentía, lo sabía con la certeza de quien se sabe consciente y dueño de sus actos. Pero, si realmente había muerto hacía seis meses, era imposible que hubieran hablado de la muerte de su marido que había ocurrido en ese mismo tiempo.

Entonces, ¿con quién había hablado? ¿Con quién volcó sus sentimientos, su dolor, su desesperanza, sus ganas de morir? ¿Quién le había dado entonces la contención, la escucha, la guía para seguir adelante día a día entre sombras y recuerdos amados? ¿Y ahora qué hacer, cómo seguir adelante? La necesitaba a ella, no a otro psicólogo, no a un psiquiatra que la llenara de medicación para perderse en una realidad alterna y vagar, como una sonámbula, en esta realidad que vivía ahora. 

La gran pregunta: ¿Cuál era su realidad?

 

Sesión de terapia © 2025 por marcela noemi ruiz tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0

 

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