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jueves, 09 octubre 2025 / Published in Cuentos

He muerto tres veces. La primera vez fue en Boston, había viajado con mis padres en un barco donde, en los primeros meses de travesía, mi madre murió de una neumonía que ya traía de Inglaterra. Mi padre, un hombre de carácter difícil, había sido contratado como sirviente, así como mi madre, por una familia puritana por el plazo de siete años a cambio del viaje a Nueva Inglaterra con la esperanza de un futuro mejor lejos de la pobreza y la miseria. Siendo anglicanos, no los mencionábamos; al fin de cuentas, nuestros amos se sentían obligados moralmente a enseñarnos las leyes de Dios según su doctrina. Yo tenía doce años cuando, al poco tiempo, mi padre, con el duro trabajo, se agravó su salud, muriendo al cabo de un año; por lo que huérfana, la comunidad encomendó mi educación y bienestar a mis amos; tuve que cargar con la responsabilidad del contrato hasta que cumplí 18 años.  Y mi Ama, una mujer fría, distante, que ejercía el poder de la casa con esa crueldad que solo quien la ejerce cree que es justicia divina. Me enseñó todos los quehaceres domésticos y a leer únicamente la Biblia; no había diferencia entre sus tres hijas y yo, no había compasión ni gestos amorosos; para ella solo éramos potenciales vasijas sin alma de demonios y deseos pecaminosos, pura suciedad. Su piedad era para sus cuatro hijos varones; sus esperanzas de salvación divina solo en ellos se vería reflejada su vida devota. Tomaba decisiones sobre sus futuros; eso incluía sus acciones y sus pensamientos, dónde vivirían, cuándo se casarían con las mujeres que ella elegiría. Su puritanismo escondía la codicia y la manipulación perversa.

Atenta a cada mirada, cada palabra, cada actitud,  movía a cada integrante de la familia como peones en un tablero de ajedrez. Su hogar era su mundo, quedando ajeno su marido, que tenía su propio mundo de alianzas, traiciones e hipocresía entre los líderes de la comunidad. Yo quería escapar y solo el matrimonio era la puerta de salida; vivía soñando historias románticas a costa de un gran riesgo. Si se daban cuenta de eso, el castigo me caería como un madero sobre mi espalda, por lo que vivía en un silencio perpetuo, acallando mi mente todo lo que podía cuando la insatisfacción, la tristeza, el dolor se hacía pensamiento, preguntas o ideas contrarias a la normalidad, pero no sé cómo, en qué momento, ella se dio cuenta. Una frase o tal vez una mirada, algo me delató; yo pensaba, tenía ideas en mi cabeza y eso no era posible; en su mundo nada podía estar lejos de su control. Habló con su marido y se decidió que buscaría un marido conveniente de la comunidad para desposarme. Sentí terror, no por el matrimonio en sí, sino por los embarazos, no todas sobrevivían.

Mis sueños amorosos alcanzaban un pobre conocimiento del encuentro con un varón, miradas huidizas, un calor interno que me abrazaba el cuerpo, sudor frío y, sobre todo, mirar a la distancia con el deseo de no saber qué, pero aliviaba la inquietud la presencia de otro, aunque fuera en la lejanía. Me presentaron a un hombre mayor, viudo dos veces, padre de 14 hijos, algunos mayores que yo, casi todos casados y con hijos; no tendría más de 50 años, adusto y sobrio, no me dirigió la palabra, solo me miró profundamente durante muchos minutos; les hablo únicamente a mis Amos  exigiendo que los congregacionistas  de la comunidad dieran su opinión y posterior consentimiento; había algo en mí que no lo convencía pero no sabía que era. Ella no lo dudó, ya lo sabía.

El hombre se despidió y supe que algo terrible iba a suceder. Volvieron al cuarto y empezaron las acusaciones; yo había seducido  a uno de sus hijos, según ellos, andaba buscando el escarnio para la familia, tendría un resentimiento seguramente dada mi pobreza. No  había olvidado mi anglicanismo, dijeron, por lo que era evidente que tenía prácticas de idolatría, y cada acusación los exacerbaba aún más. Se sumaron los hijos y me vi rodeada de todos ellos, fascinados por encontrar un peor pecado al que refería alguno, se aseveraban entre ellos y hasta se declaraban testigos entre sí de actitudes o supuestos que me habían visto realizar.

Había que darme un castigo ejemplar, doblegar mi maldad y lidiar  con los demonios que me reclamaban. O me salvaban o preferían verme muerta. En pocas horas amanecería y había una lucha sagrada por rescatar mi cuerpo, porque alma no tenía, ninguna mujer la tenía y tal vez… la única prueba de ello era mi Ama, ella.  Buscaron en el cobertizo entre las gradas y el resto de los útiles de labranza, sogas, palas y uno de los baúles más grandes que habían traído de Inglaterra, pero en tan mal estado como las herramientas toscas y mal acabadas fabricadas por ellos mismos. Me arrastraron por los pastizales hasta un blanco del paraje; allí sus hijos empezaron a cavar.

Un miedo frío y sudoroso empezó a recorrerme, la oración monocorde que recitaban me golpeaba como un martillo en la cabeza; no paraban de orar. Me ataron las manos con una soga y me empujaron dentro del baúl, vi sus caras enrojecidas, ofendidos, iracundos, enojados por la maldad que veían materializada en mí. Yo solo quería alejarme de ellos, salir del baúl mohoso, el olor a tierra removida y las oraciones, correr, no detenerme nunca; pero solo vi sus caras, los gorros de lino y los sombreros altivos. La tapa de madera crujió al caer, cerrando el baúl, la oscuridad me envolvía y el ruido de las sogas rasgando la madera derruida me anticipó la tormenta de tierra sobre mi tumba.

No me di cuenta del tiempo, el aliento, las oraciones, todo había desaparecido. Mi corazón se detuvo. Ningún registro quedó de mi muerte, como tampoco de mi paso por estas tierras lejanas. Nadie preguntó por mí, no había lágrimas para una sierva, una bruja o una mujer sin vida. Nadie me lloró, como a tantas otras que vinieron después de mí.

 

 

 

 

 

 

 

Boston 1630 © 2022 por marcela noemi ruiz tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0

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