No puedo creerlo, los zapatos de tacón negro no combinan con el vestido de raso carmesí, son de plataforma, tosco para la delicadeza del atuendo con escote bajo y la espalda casi al descubierto ¡maldita sea!. Ni siquiera unas sandalias negras Aunque me hiele de frío me las pondría igual. Solo tengo esos zapatos rojos de Taco aguja. Son perfectos para el vestido. Uff, pero aprietan y lo extraño que mientras más tiempo los tiene una puesta pareciera que se encojen en vez de ceder al movimiento del pie y el uso. Por eso no lo soporté los usé una única vez para el casamiento de Leila, volví de la fiesta con ellos en la mano y descalza crucé la vereda hacia mi casa.
Pero la verdad es que me aterran, si no me los hubiera regalado tía Susan jamás hubiera elegido este color. De hecho creo que ella me los regaló para mi cumpleaños. Yo jamás hubiera elegido este color, Supongo que por eso los eligió, jamás nos caímos bien ella y yo. De niña su mirada fría, su sonrisa amplia que desentonaba con la pereza de su voz, la displicencia con la que le hablaba a mi madre, todo ello me resultaba insoportable. Era hermana de mi padre, diez años mayor, creo que tenía un excesivo Trato maternal con él, tal vez la diferencia de edad fuera el motivo. El asunto era que nos hablaba a mi madre y a mí con aire de superioridad y frente a ella mi padre se desdibujaba, era como una sombra, solo asentía manteniendo el silencio como una distancia sideral.
Cuando terminaba su visita, el aire quedaba enrarecido, tenso, como una niebla invisible pero pesada. Pasaban unos días hasta que recuperábamos nuestra rutina. Mamá revivía en la cocina horneando, mientras mi padre se entusiasmaba discutiendo de política y los nuevos avances científicos. Yo escuchaba música y a mis 8 años bailaba yendo de mi cuarto a la cocina para después revolotearlo a mi padre sentado a la mesa con su periódico. Para mi cumpleaños dieciocho tía Susan reapareció luego de diez años, con los zapatos rojos dentro de una caja hermosamente envuelta con un gran moño rojo. Los zapatos dentro de la caja quedaron en el fondo de mi armario, el moño en el cesto de basura.
Era la hora, Tom pasaría a buscarme en veinte minutos, no tenía opción, me pondría los zapatos rojos de mi antipática tía. Bajé las escaleras, me acomodé el cabello, mamá y papá me decían lo hermosa que estaba. Ya lo sabía. El carmesí hacía juego con mis labios delineados perfectamente, mis ojos miel resaltaban con el maquillaje enmarcados por mi cabello rizado hacía unas horas en la peluquería. Hacía dos días que solo tomaba líquidos para restar abdomen y sentirme más esbelta. Los zapatos me aprietan, casi no puedo sentir los dedos de mis pies. Suena el timbre, es Tom, vino con el Mercedes Benz de su papá, seremos la envidia de la fiesta. No sé cómo comenzó, habíamos llegado a la fiesta, las miradas se centraron en nosotros, sentí la envidia de mis compañeras de curso, estaba feliz de ser el origen de tanta infelicidad. Bailamos, reíamos con los amigos de Tom, el grupo selecto de jóvenes admirados y deseados por todas. Pero algo me distraía de mi rol de estrella absoluta de la fiesta y eran estos malditos zapatos, cada vez me apretaban más, vi mis dedos marcándose en el cuero. El dolor subía por mis pantorrillas.
Me excusé con Tom y me dirigí al baño de damas para quitármelos y descansar los pies. Me sostuve del lavamanos e intenté sacarme uno de los zapatos, estaba muy ajustado e intenté con el otro, llegué a hacerlo con tanta fuerza que rompí mis uñas postizas y mis manos me dolieron terriblemente. No lograba sacarme estos zapatos, sentada en El inodoro comencé a llorar y al volver a mirar mis pies unas manchas negras y violetas empezaron a surgir. Subían como venas por mis piernas, ya no las sentía. La sangre comenzó a salir por la suela de los zapatos y por las costuras. No podía moverme, me costaba respirar me ahogaba. Mis manos parecían piedra o arena negra, mi visión se nubló y comencé a ver un círculo negro, me fui convirtiendo en piedra hasta deshacerme en polvo. Solo quedaron los zapatos y el vestido carmesí.
La policía en su investigación determinará que fue una combustión espontánea, Aunque era la primera vez que lo veían en alguien tan joven, estaban asombrados pero se ajustaron a la ciencia que tampoco explicaba muy bien el fenómeno. Al poco tiempo mi madre en su dolor se dejó morir y mi padre se suicidó frente a tanta ausencia insoportable.
La tía Susan se quedó mirando los zapatos, los rescató de la basura en la casa de su hermano. Dio sus condolencias después de la ceremonia que al no haber cuerpo no hubo entierro. Fue breve, el desconsuelo de los padres no permitía extender innecesariamente la ocasión. Estuvo lo mínimo necesario, con pocas palabras y sin derramar una lágrima. Llegó a su casa, se preparó un gin Tonic y se deleitó en su amarga venganza.
Tenía treinta y ocho años cuando quedó embarazada de su amante, estaba en la cúspide de su carrera y jamás le interesó formar familia y hacer de ama de casa. Le gustaba el poder, sentir que ella tenía el control de su vida y muchas veces la de otros. Este embarazo era un engorro, hubiera abortado, pero la porfiria, enfermedad que había heredado de su madre no le permitía a costo de un riesgo de perder su propia vida, su amada vida que tanto había luchado por construir. La acumulación excesiva de la proteína porfirin, que complicaba el transporte del oxígeno en la sangre hizo que ningún médico se animara a practicárselo. Si hubiera sido una mujer marginada socialmente, le hubieran practicado el aborto, poco hacía la justicia en esos casos, donde las mujeres sin recursos y falta de opciones, vulnerables en el sistema que las excluía, morían muchas veces.
Anunció en su trabajo que se tomaría unos meses sabáticos, ordenó su agenda y se ocultó en una casa de verano alquilada, pagó un médico para que le realizara el parto doméstico, fue una cuantiosa cifra para silenciarlo. Jamás le dijo Quién era ella, no pensaba gastar más dinero y menos con un sicario que eliminase al médico. Su hermano era infértil y no podía tener hijos con su mujer, la bebé que había dado a luz la había sensibilizado un poco, tal vez demasiado se lamentaría después. Decidió dársela a cambio de un silencio absoluto. De alguna manera tenía intriga de saber cómo sería Esa bebé en el futuro. Su hermano tendría de alguna manera una hija con su sangre, su mujer podría ser madre y ella volver a su vida por fin.
Pero en los meses de su ausencia, la empresa por la que había dado sus mejores años y a la que aspiraba a ser accionista, se decidió por jóvenes oportunistas y ambiciosos que a lo largo de ese tiempo le ganaron su espacio. El resto de los accionistas vieron la oportunidad de deshacerse de ella, feroz competidora, sin escrúpulos había perdido juventud, la veían oxidada buscando solo poder y no pensaban hacerle lugar en la mesa de decisiones para ser relegados u hostigados por una mujer inflexible. Meses después, la esperaba una cuantiosa indemnización y un seco agradecimiento por tantos años. Nada más. Su vida desde ese momento fue alimentar un odio que con el tiempo solo ganó más víctimas. Cuando su hermano la invitó por enésima vez al cumpleaños de “su hija” decidió ir. Verlos tan felices, una niña hermosa que se parecía a ella de joven junto a esa mujer tan insoportablemente amorosa en su rol de madre. El odio pudo más. Y solo se centró en ellos. Su vida se desmoronó y ellos se llevaron todos sus sueños y irrealizados por culpa de un maldito embarazo.
Cuando recibió la invitación a la fiesta de cumpleaños para los dieciocho años de la joven, construyó su venganza en esos malditos zapatos rojos que noche tras noche durante años maldijo en noche de brujas, esos zapatos serían los justicieros, que le devolverían, creía, su vida de antaño. Ya todo había acontecido. Ahora estaba en paz. Ellos ya no la atormentarían más.
Necesito concentrarme, volver al ruedo, crear personajes e historias. ¿Por dónde empezar? ya no lo sé. Tal vez algún recuerdo, algo autorreferencial, algún sutil plagio. Nada me convence, tal vez divagar entre las teclas del ordenador y mis miedos inventen algo sacado de los pelos de mi mundo mágico. Tengo unos zapatos rojos en mi mente, como unos fetiches, busco a quién ponérselos, pienso qué miedo puede surgirle al mirarlos o al ponérselos. Quién es ella? o él? qué deseo transgresor le lleva a tomarlos y pensar en ellos como algo extraño a su realidad y apegados a sus deseos ocultos o miedos infantiles.
Recuerdo el cuento del danés Andersen, cruel e irracional que se cobra la vida de una niña en una locura fanática de justos y pecadores. Yo soy esa niña que teme ponerse los zapatos rojos, malditos por un brujo o un demonio, que se lleva mis deseos de ser bella y bailar desenfrenadamente, porque me obligan a ser humilde, silenciosa, una sombra de futura mujer. No bailes, no cantes, no levantes la mirada soberbiamente, el rojo es evidente, búscate unos zapatos negros, ve a las sombras. Tal vez así sobrevivas. A mí ya no me importa, yo me los voy a poner. Quiero que me vean, quiero que me deseen, quiero existir. Los había comprado en una feria americana, una tienda de ropa antigua y usada por un módico precio. No había tenido intención de comprar nada, solo pasaba por el frente de la vidriera del local, cuando un os tacones de un rojo intenso llamaron mi atención. No pude evitar la intención de comprarlos, dejarme llevar por ese impulso que las mujeres nos atrevemos a disfrutar hedonísticamente.
Salgo a la calle, es tarde, hay humedad y neblina en el ambiente, se me resbalan en el pavimento alisado, hago demasiado ruido con los tacos en el silencio de la calle. No hay nadie, no me importa, voy lo más rápido que puedo en dirección al bar. Quiero una noche donde brille, así como mis zapatos rojos. Las calles se hacen más largas al dar pasos tan cortos con estos zapatos, me estoy sintiendo incómoda, me están apretando; falta poco, dos cuadras, ya veo las luces del pub.
Pasó una hora tal vez, el whisky me relajó, estoy exultante con ganas de charlar y conocer a toda esta gente, en especial este joven tan agradable, tiene un bello rostro y unos ojos azules intensos, creo que es más alto que yo pero no sé muy bien, porque los zapatos son de taco aguja, y estoy un poco mareada. Me ha dicho que le encantan los tacones, supone mis piernas bellas dice, sus ojos se tornan aún más intensos. No estoy segura de seguir más tiempo la charla, siento incomodidad, él se vuelve más íntimo en sus frases y acerca su cuerpo al mío inclinándose como si el ruido de la música no me permitiera escucharlo. Pero yo solo quería sentirme bella nada más. Le agradezco el tiempo y le digo adiós-nos vemos, sin darle tiempo a pedirme el teléfono. Llegué a mi casa, me recosté sin quitarme el vestido, sólo revoleé los zapatos. Miré el ordenador y no, no estaba para escribir ni una sola línea.
Al despertar el sol me pega de frente y el dolor de cabeza fatal requiere un café negro de manera urgente. ¿Dónde dejé mis anteojos? no recuerdo dónde los dejé, sólo los uso para escribir o leer. Por suerte tengo unos de repuestos, voy por una ducha y mandaré algunas líneas sobre la idea de qué va el cuento a la editorial de la revista; tengo tiempo hasta el viernes de todas maneras. Tuve una noche fatal, me dormí después de un whisky o tal vez dos creo, y lo que escribí anoche… no tiene sentido.
Pongo el noticiero para saber de qué vá el día, frío, más frío o quién sabe, explotó el mundo y yo de resaca ni enterada. No puedo moverme, no siento mi cuerpo, únicamente mis oídos y mis ojos están alertas frente al televisor. Estoy confundida, siento ganas de vomitar. Tengo frío, el cuerpo comienza a temblarme y no puedo parar, me muero. Logro sentarme y sigo la noticia, el periodista relata que el joven era un habitual concurrente al bar, trabajaba en la escuela preparatoria dando clases de literatura fantástica y tenía treinta y tres años, lo habían visto algunos testigos charlando con una joven de más menos treinta años, pero que no los vieron salir juntos. Lo habían asesinado con el tacón de un zapato en el ojo que le atravesó el cerebro. El cuerpo estaba tapado con una sábana blanca pero al costado se veía un zapato de tacón rojo. Mostraron la foto del joven de intensos ojos azules.
Recuerdo que la noche anterior había estado lidiando con un cuento para presentar y había elegido al azar un objeto cualquiera de mi armario, los zapatos rojos que nunca usaba porque me parecían muy llamativos y no iban con mi personalidad, siempre preferí la vestimenta sobria con la ilusión que me respetaran más como escritora. Luego me dormí y tuve sueños agitados, pesadillas en realidad, primero caminaba en dirección a mi casa con la sensación de que venían tras de mí. y próxima a llegar como flashes las imágenes se me sucedían. Una sombra se abalanzaba sobre mí de frente a diferencia de aquello que me seguía. De repente me envolvía y en una voz gutural como un gruñido inteligible que me decía algo que no entendía, amenazadoramente por sobre mi hombro en mi oído; pasando de largo. Después imágenes se sucedían, entrando a mi casa, luego me veía en mi cuarto, y recordaba las sábanas envolviéndome en un mar de imágenes y sonidos lejanos.
Los ojos de ese joven, sé que los he visto, pero no sé dónde, tal vez en la gasolinera, en el super, no sé, nunca iba a ese pub, aunque alguna vez puede ser me reuní con amigos a tomar algo. No estoy segura. Necesito un baño, no es posible nada de todo esto, ¿de qué estoy hablando? ¿Qué tengo que ver yo? no hay conexión alguna pero me siento extraña, como si algo se me está escapando y la lógica no me ayuda.
Salgo de la ducha, necesito otro café, mientras voy al armario y pienso qué ponerme. Abro la puerta y allí están, los malditos zapatos rojos, son idénticos al que mostraron inescrupulosamente en el noticiero, ¿cómo se me ocurrió elegirlos como objetos de un cuento? Estoy oxidada, debo retomar el ritmo de escribir todos los días; mejor me apuro voy a llegar tarde a la reunión de equipo de producción. Pero antes tomo los zapatos y los miro, no puede ser…
El taco de uno de ellos tiene sangre y un color grisáceo, viscoso. Lo suelto con un grito que me estalla en la cabeza y vomito mientras caigo al suelo.
Peter estaba cansado, los alumnos hoy habían estado intensos. A sus 33 años se sentía más viejo; la distancia etaria con los jóvenes a los que les impartía clases le daba esa sensación de pesadez; siempre aparecía una nueva tecnología, explicación o vaya a saber qué nuevo canal de youtuber en boga. Y todo le parecía ajeno, lejano. Había dedicado mucho esfuerzo en los últimos tres años a la docencia y había escrito poco y nada, su ambición de ser escritor de best seller se perdió en el día a día con preocupaciones cotidianas. Últimamente al salir de la escuela, pasaba por el bar a tomarse unas cervezas y descansar su cabeza del bullicio y los timbres de inicio y fin de cada clase, que llegaban hasta su oficina cerca del buffet, fastidiándolo cada vez más. Como siempre, eligió la mesa cerca de la ventana, pidió su cerveza favorita y una hamburguesa para acompañarla.
Desde allí observó a una mujer de su edad aproximadamente, entró al bar, no fue porque tuviera una belleza deslumbrante, era una mujer común, agradable en su fisonomía, nada llamativo. Lo que en realidad sí hizo que la viera detenidamente, fueron los zapatos que llevaba. Eran de un rojo intenso y brillante, opacaban la vestimenta y hasta a la joven misma. En su andar, parecía que los tacones la llevaban a ella. Él solía ser un gran observador de la gente, se nutría de ello para imaginar sus relatos. Observó que el ritmo del caminar de la joven no armonizaba con el vaivén de los brazos. Le pareció ilógico, se dijo a sí mismo que la cerveza ya había hecho su efecto alcohólico y se sonrió de sí mismo. Ella se había sentado en la barra; no podía dejar de mirar ese punto rojo que eran los zapatos, en la leve luminosidad del ambiente. La curiosidad de saber algo de ese joven comenzóa pugnar Por hacerlo levantar de su mesa y acercársele. Intentó una conversación, respetuoso sin ser invasivo y atento a la recepción de ella. Para no ser latoso le preguntó si podía sentarse junto a ella. Sabía que tenía probabilidades porque las mujeres no se sentían intimidadas por él. Su aspecto de intelectual y sus rasgos amables no les influía temor. De mediana estatura, ojos azules intensos enmarcados por profundas cejas, evitaban prestar atención a la calvicie que tímidamente comenzaba a nacer.
Le contó que se llamaba Emma, tenía unos treinta años, todos los días corría en su caminadora, se cuidaba de los carbohidratos y en realidad bebía poco alcohol. Esta era una excepción, le dijo ella. Se recibió en la Universidad Estatal de licenciada en comunicación y ejercía como escritora de cuentos breves en una revista cultural de moda, en el ámbito intelectual. Le contó que su mayor deseo era ser periodista y estar en las pantallas de televisión, aunque ya no fuera tan popular en el público ese medio de comunicación como las redes sociales. Ella anhelaba cumplir su sueño infantil de verso en la pantalla del Smart TV más que rivalizarse por YouTube. Él le contó de sus clases, de lo alto que lo tenían los chiquillos y de sus aspiraciones como escritor. Él continúa bebiendo cerveza y ella dejó el whisky por sumarse a beber unas cervezas frías. El ánimo de ambos se fue relajando animadamente, hasta que la intimidad sugirió esas miradas cómplices que invitan a que el deseo nazca y suceda lo que los cuerpos invitan a hacer. Ella le preguntó dónde vivía, él se dio cuenta de que la sugerencia vendría luego de su respuesta. No le agradaba llevar chicas a su departamento, prefería ir al de ella, porque de esta manera le daba la libertad de poder irse cuando él quisiera con cualquier pretexto.
Hacía mucho que no estaba con una mujer, no tenía buenos recuerdos de las últimas veces. Las mujeres no lograban entenderlo, aseveraban que era muy brusco, a un último momento desistían, no entendía por qué. ¿Cuál era el problema de un poco de violencia? ¿En el fondo a toda mujer no le gustaba un par de cachetadas, o que la ataran, o hasta simular una violación? ¿En el fondo no era lo que todas buscaban? No entendía por qué tanto prejuicio con sus gustos. La última vez había salido mal, una tonta rubia, por lo que recordaba, la había dejado en su departamento; recordaba que se había desmayado o algo así, se le vino a la memoria su pierna y brazo; por lo que recordaba, la pierna de esa joven había quedado oblicua a su cadera. En realidad, se sacó la imagen de la mente, no quería pensar en eso. No le importaba, era mejor olvidarlo. Así que le sugirió que la acompañaría y, si ella quisiera, podía invitarle un café. Ella, risueña, aceptó la idea. Tomó su pequeño bolso; él la ayudó a bajarse de la banqueta caballerosamente y se dirigieron a la salida del bar.
Estaba nervioso, el sudor comenzó a hacerse sentir en su espalda, el departamento de la joven no quedaba lejos del bar, era muy tarde no había nadie en la calle, doblando a la derecha, sin ser un callejón, la calle por donde tomaron era un poco más estrecha de lo habitual, una de las lámparas públicas comenzó a titular. Peter estaba a dos pasos detrás de la joven, ella guiaba el camino, él aprovechaba para mirarle los glúteos que se dibujaban bajo el vestido, algo le llamó la atención, sus piernas. No se había dado cuenta que tenía medias grises, observando más detenidamente, no eran medias, o si lo eran simulaban la textura como de piedra. Ella se detuvo y se dio vuelta, él levantó la mirada y fue como si todo se detuviera a su alrededor. Quedó paralizado frente a unos ojos rojos y un rostro hecho de piedra. No lo vio venir, ni el giro de ella, ni cuando se abalanzó, ni se dio cuenta cómo fue que ella tomó uno de los zapatos de su pie hecho piedra y de repente un dolor punzante en su ojo derecho le atravesó hasta la nuca. No vio ni escucho más nada, Solo se sintió caer y que su conciencia se apagaba.
Zapatos Rojos © 2025 por marcela noemí ruiz tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0